UNA CIERTA NOSTALGIA
Este artículo fue publicado por primera vez en otro blog
el 3 de septiembre del 2009.
UNA CIERTA NOSTALGIA
A la memoria de
JORGE ENRIQUE ADOUM
Estaba en Flers la pintoresca ciudad normanda que alberga la casa de Claude Couffon. Un lugar casi apartado en donde el maestro de la traducción y afamado promotor del «boom latinoamericano en París», disfruta de su otoño asoleado.
La mañana se había desperezado sosegada. Con faz etérea. Voz de lluvia. Y nos envolvía, ofreciéndonos un ambiente ideal para seguir trabajando en la traducción de uno de mis poemarios. De pronto, una noticia revoloteó. Fluyó desde el océano. Retumbó: «Esta mañana falleció Jorge Enrique Adoum.» Y al instante, como si desde ninguna parte llegase, lo escuchamos:
«y no podré jamás confundirme de puerta
ya nunca equivocarme de rostro de tranvía
comenzar el destino en la otra mano
con una llave o un sombrero diferentes
sin recorrer la misma duda y a la misma hora
la misma calle con el mismo pie...»1
Era su voz. El retintín de sus poemas. Era su adiós.
El eco y la escena se alzaban desde una breve nota escrita, en Quito, por Gonzalo Ortiz.
Nos quedamos en suspenso.
El aliento de la casa se entrecortó. El verdor que se filtraba por las ventanas para aletear entre millones de letras disminuyó. Los muros cargados de bibliotecas, la vieja máquina de escribir, los rincones en donde se apilan los manuscritos con el ánimo de atravesar el techo ensombrecieron.
Cerca-lejos se levantaba el poema. Como si hubiera tomado el desfiladero de la memoria. La memoria, el del espejo. El espejo, el sus reflejos para multiplicar su voz al infinito. Los versos se orientaban a su obra. Se enlazaba con sus ideas, comentarios, reflexiones. Seguramente daban curso al principio de su nueva existencia: aquella que lo mantendrá atrapado en sus innumerables páginas. Despierto.
La mesa que casi siempre reposa cerca del recibidor en la casa de Claude Couffon –lista a recibir decenas de libros que llegan cada día con la esperanza de seducirlo– desapareció. En el umbral estaba sólo él: Jorgenrique. Con su sonrisa. La suya. La de sus ironías agudas. Con su mirada. La de las apasionantes tertulias. Con su gesto. El de su infatigable escritura. Venía «a la misma hora» de otrora. Por «la misma calle». La de sus recuerdos. «Con el mismo pie». El de su vigor. «Con una llave o un sombrero diferentes». Venía celando una cierta nostalgia.
El eco y la visión nos indujeron a transportarnos con el fin de tomar parte en la ceremonia de su despedida. Ceremonia particular. Como si la muerte pudiese ser entendida tal un consuelo festivo. Un paso de vida. Una parada más del camino. Punto seguido. Abandono y esperanza. Como si la muerte fuese capaz de transformarse en elixir. Embriagar. Dar fuerza para seguir adelante. Para caminar hacia la-noche-el-alba.
Es así como estuvimos ahí. En ese lugar-poesía conocido por todos cuantos nos acercamos a Oswaldo Guayasamín. Frente a nuestros ojos se desnudó el resplandor del jardín. Entre sus verdores, el «árbol de la vida»2. A su sombra, la vasija de barro. En su «vientre oscuro y fresco», sus cenizas. ¿Cantando?3 ¿Conversando con los dos amigos entrañables que le precedieron en el viaje final? Aquellos que lo esperaban como él lo imaginaba-anhelaba «con lágrimas de vodka». Pedro Jorge Vera, «el primero (de nosotros tres) en irse, hecho el puntual, el apurado». Oswaldo, a quien le urgiera con la pregunta de saber «si la vida es la borrachera y la muerte la resaca»4.
Estuvimos ahí.
Bebimos un whisky. Saludamos a su familia. Abrazamos a Nicole. No hablamos con nadie. Ni nos detuvimos ante el conjunto musical. ¡Había tanto conocido-desconocido y tanta despedida!
Claude estaba conmocionado. Fue íntimo amigo de Oswaldo Guayasamín durante muchos años. Solía albergarse en su residencia cada vez que visitaba el Ecuador. Realizó la traducción al francés del ensayo de José Camón Aznar que lleva por título: Oswaldo Guayasamín (Barcelona, 1978). Y cuenta, entre sus tesoros, con algunas obras de nuestro afamado pintor –sobre todo con dos retratos–. Lo que es más, aún no ha dejado de lamentar su desaparecimiento.
Cuando Claude Couffon volvió a Quito, en el 2003, después de que Oswaldo Guayasamín desapareciera, lo primero que tuvo en mente fue ir a la Capilla del Hombre5. «Visitar a su amigo» en su eterno albergue. En el paraíso de su jardín. Lleno de flores. Flores de la mitad del mundo: eternas. Y fue con el afán de conversar con él. Sabiendo que seguía ahí. Impasible. En el firmamento de su arte. Echo a su inspiración. Tendiendo su pincel desde aquel miradero. Dilucidando nuestra tierra, sus habitantes. Interpretando el ambiente en donde se pasea nuestra Historia de la mano del páramo, abrazada de las nubes.
Ese día –3 de julio, 2009–, bajo la gigantez de «el árbol de la vida», las cenizas de Jorgenrique Adoum se instalaban para acompañar a las de Oswaldo Guayasamín. Ante el escenario una serie de recuerdos se entrelazaron. Los de Claude. Los míos. Él se sumió en el tiempo ido. Ese que se construye-destruye bajo el cabalgar intransigente de las horas. «¡Tantos años compartidos!», exclamó.
Yo volví la mirada hacia unos meses atrás: septiembre del 2008, cuando presentamos, en la Centro Cultural Benjamín Carrión, en Quito, una conversación bajo el título París, revuelta y fiesta6. Fue la última vez que tuve cerca sus palabras, su mirada, su inteligencia... Un momento de aquellos a los que él sabía darles «la magia de lo inolvidable». Fue la última vez que caligrafié su nombre de acuerdo a su irrevocable pedido: «Yo siempre he sido Jorgenrique»7.
Claude se dedicó a rememorar el encuentro con Jorgenrique, en París, cuando trabajaba para la Unesco: «No recuerdo la persona que nos presentó. Me parece que fue Darío Lara, nuestro común y querido amigo, quien tenía un apartamento en Colombes, cerca de París, al que solía invitarnos a menudo. En todo caso, es ahí en donde nos veíamos regularmente. Los Lara siempre nos convidaban y recibían con mucho cariño y generosidad. Nicole Lara solía preparar comidas fantásticas, de modo que en torno a su mesa pasábamos horas enteras especialmente los fines de semana. Sus invitaciones eran verdaderos encuentros para hablar y discutir. Compartir esos momentos con Adoum fue muy agradable, no sólo por su gran cultura sino por su especial sentido del humor, sarcasmo y opiniones que eran categóricas, entusiastas y revolucionarias.
«Lo recuerdo como era entonces –como fue siempre– con su cara de rasgos más bien agudos cuyo corte revelaba su origen medio-oriental indiscutible. Con aquella barba que solía acariciar cuando le asaltaba una duda. Recuerdo su manera de hablar con tono más bien suave, regular, hasta cuando era presa de alguna pasión y su voz cobraba, más que fuerza, giros distintos. Sobre todo, para hacer alusiones irónicas o tajantes hacia alguna persona que no disfrutaba de su simpatía. ¡Ah, entonces solía caer su palabra con una descarga fatal!
«Las horas que compartimos pasaron entre conversaciones interminables entrecortadas sólo para beber whisky, lo cual solía abundar en la mesa de nuestros amigos Lara. Pero también recuerdo que Jorge Enrique hacía pausas regularmente. Algún momento se quedaba silencioso y se hundía en una cierta nostalgia. Parecía entristecerse de golpe. Perderse en una especie de sueño que para los otros era inaccesible.
«Cuando leí sus Memorias8 me pareció curioso, hasta asombroso, que Adoum no hubiese dedicado algunas páginas a Darío Lara, pues soy testigo de la amistad y deferencia que Darío lo tenía... no, no hay ni una línea sobre tantas horas y tantos días compartidos...»
Por mi parte, evoqué el hecho de que Darío Lara también nos dejó hace poco. Personalidad ecuatoriana destacada. Marcó su paso en Francia representando a nuestro país. Dedicándose al servicio exterior. A la investigación y escritura de temas históricos ecuatorianos importantes –entre los que se destacan los excelentes estudios en torno a Jorge Carrera Andrade en tanto biógrafo–. Además, trabajó con pasión en el Instituto Católico y en el Centro de Estudios Ecuatorianos que fundó en la Universidad de Nanterre. Para mí fue un honor conocerlo en la Embajada de París. Y fue un gusto ver la atención que dio a mis artículos que empezaron a aparecer en la editorial del cotidiano El Comercio, en Quito, mientras su columna era ya muy conocida: «Vigía de la Torre Eiffel». ¿Cómo olvidarlo?
Claude reanudó el recuento de su relación con Jorgenrique: «Nunca perdimos contacto. Nos encontrábamos a veces en reuniones internacionales, eventos literarios, encuentros de escritores...»
«¿Alguna vez con Pablo Neruda? –le pregunté–. Tu tradujiste toda la obra de Neruda, mantenías con él una relación especial, seguramente tienes algo que contar... »
«No –dijó Claude–. No lo recuerdo con Neruda... En todo caso, cuando regresó a Quito, junto a su esposa Nicole, seguimos en contacto. Cada vez que visité el Ecuador me dieron el gusto de invitarme a cenar en su apartamento. Entonces revivíamos momentos idos, continuábamos diálogos e inclusive reanudábamos discusiones que habían quedado inconclusas, o seguían inquietándonos. Siempre recordaré su vivienda en la avenida Colón con la hermosa vista sobre la ciudad, y el sofá en el que renovábamos nuestras conversaciones bajo la luz que se desprendía del retrato que le había dedicado nuestro común amigo Oswaldo Guayasamín.»
Hizo una pausa.
Por mi parte, me asomé al mismo ventanal. Contemplé Quito. Mi ciudad opalizada. No sé si musitaba versos tristes. De lo que estoy segura es de que un manto azul la ceñía. Centelleaba. Y en su palpitar pasaban secuencias de su vida. Secuencias reir-tristeza. Siluetas. Sombras. Encuentros. Desencuentros. Memorias. Estampas. Y, entre éstas, Jorgenrique cargado de sus libros.
«La última vez que estuvimos juntos fue contigo –Claude me trajo de vuelta a la realidad–, cuando regresé al Ecuador para presentar mi traducción de tu primera novela, París sueño eterno9, en el 2003. Recordarás que nos invitó a cenar en su casa. Jorge Enrique acababa de publicar su libro De cerca y de memoria y me lo ofreció esa noche. Al autografiarlo me dijo: “no te va a gustar”. Como lo conocía, la afirmación no me sorprendió mucho pero logró intrigarme a lo largo de la velada... Lo entendí más tarde, al leerlo. En realidad yo aparezco, poco, en dos episodios relacionados a los días cuando estuvimos invitados al famoso Congreso Cultural de La Habana, en febrero de 1968. Claro, él cuenta lo que me concierne, a su modo, con pluma incisiva; desgraciadamente, sin conocer con exactitud lo que pasó. Si hubiera hablado conmigo antes sobre aquello, creo que hubiera escrito dos páginas diferentes, muy divertidas.»
Personalmente, no he podido olvidar esa noche quiteña en el apartamento de Jorgenrique y Nicole. Fue especial. No sólo porque tuve la ocasión de acercarme a ellos –y conocerlos más– sino porque fue un momento singular por sus semillas, acordes, concordancias. Seguramente se había filtrado entre nosotros algún hechizo andino capaz de designar un lazo. Uno de aquellos que tienden sus raíces en la neblina quiteña, para siempre.
Compartí una hermosa mesa en la que se conjugaban sencillez, amistad, comunicación, cierta complicidad, excelente vino. Y, sobre todo, una conversación que borboteaba tejiéndose-entretejiéndose sin cesar. Compartí el aroma de unos años desconocidos para mí, aunque familiares al mismo tiempo ya que se presentaban repletos de figuras a quienes había tenido el gusto de conocer en persona o a través de sus afamadas obras. Fue apasionante oír el intercambio salpicado de experiencias, capítulos inéditos, sueños generacionales...
Y la verdad es que llegó un momento en que Nicole y Claude conversaban con tanto entusiasmo, que Jorgenrique se dedicó a mí. No sabría decir cuán largo hablamos. Lo que recuerdo es que me interesaba escuchar su opinión sobre Fernández Retamar, esa figura cubana casi mítica, respetada e igualmente centro de ataques y discusiones. Luego pasamos a hablar sobre Neruda con quien Jorgenrique había mantenido «casi treinta años de amistad»10. Yo estaba preparando un ensayo: El otro Pablo Neruda11. Él tenía tanto que decir sobre el poeta que «con los ojos entrecerrados... hacía pensar que se miraba por dentro y no veía a su interlocutor»12, sus encuentros, la famosa carta de dos párrafos en la que le recomendaba: «debes liberarte de un nerudismo que no te hace falta»13... Luego, al azar, dialogamos sobre Alberti, Fuentes, Benedetti... Fácil es imaginar que el ambiente no tenía la embriaguez del vino sino la del hechizo.
Confieso que descubrirlo, aquella ocasión, me produjo perplejidad. Me parecía distinto al personaje que tenía en mente. Al final, era él mismo. Capaz de cruzar un puente hacia ternuras ignoradas, hacia una especie de romanticismo solitario... hacia una cierta nostalgia de París.
Fue así como se anudó nuestra amistad. Desde entonces lo visité cada vez que viajé a mi Ecuador. Jorgenrique nunca dejó de dedicarme un momento, ávido de compartir ideas e imaginación. Y, esto, inclusive en los periodos en que su salud lo traicionaba. Verlo era compartir un momento de éxtasis ante un crepúsculo, perplejidad frente a una granizada o el furor de un volcán. Con él podía asomarme al Hotel de los Balcones, en donde Miguel Ángel Asturias «vivía de perfil». A los poemas y «laberintos derretidos» de José Lezama Lima. Acercarme al «vocabulario del silencio» de Alejo Carpentier...
Desde entonces solía llamar al teléfono, desde París, para tener noticias. Hasta que, el año 2007, estando al borde de concluir mi ensayo sobre Mayo del 68 y las revoluciones del siglo XX: Tengo algo que decir...14, me asaltó la idea de realizar una conversación con Jorge Enrique sobre el tema. Era el personaje perfecto para el proyecto. Testigo de Mayo del 68, en París. Ecuatoriano. Devoto de la Revolución. Amigo. El problema era su tiempo-sin-tiempo. El mayor inconveniente el océano que nos separaba físicamente. La ventaja, que se trataba de uno de sus temas favoritos. Contaba con la apertura que tenía hacia mi persona. Y, cuando estuvo de acuerdo, lo que hizo factible el intercambio fue, en realidad, el hecho de que Jorgenrique ¡se comunicaba por email sin problema!
«Admirable –dijo Claude –yo no he logrado manejar ese aparato. Necesito que las ideas pasen por mis manos a una pluma y de ahí al papel. Es casi un problema físico de sangre y tinta. La escritura debe correr desde mis venas y pasar a través de una pluma. De otro modo no concibo escribir...
«Lo que siempre admiré en Jorge Enrique Adoum, aparte de su obra poética –continuó– fue la fidelidad que profesaba a la Revolución Cubana. Como yo. Personalmente he sido un eterno defensor de Cuba y he vivido la tristeza de ver la separación y hasta de asistir al reniego de la revolución por parte de algunos intelectuales latinoamericanos. Sí, muchos llegaron a enterrar ese anhelo revolucionario que nos unió durante años... actitud que contribuyó, en casos, a que el capítulo se convierta en el centro de discusiones incomprensibles.
«Tanto como Gabriel García Márquez, Julio Cortazar, Mario Benedetti, Eduardo Galeano y otros pocos, Adoum siempre supo defender con ardor y sinceridad esa revolución que desde su aparecimiento –hay que decirlo– entusiasmó a casi todos los intelectuales de una época.»
Luego de esta reflexión sobre Jorgenrique, nuestro pensamiento se fijó en Nicole, su compañera. Leal, decidida, irrevocablemente presente. Siempre estuvo a su lado. Atenta tanto a su obra como a cada uno de sus minutos –los que él iba contando, concientemente, sin saber cómo ni hasta cuándo–. Vigilando su mirada, su mínimo gesto, sus gustos: el cigarro y el whisky que lo daban cuerda –aunque el médico no siempre estuviese de acuerdo–. Detalles que a él le causaban el placer de reconocerse. De saberse con los pies en el mundo. Capaz de brindar desde su amplia ventana con la vida. La misma que adelante-afuera-alrededor seguía corriendo por sus inescrutables vías con sus designios.
«Ella supo apoyarlo –afirmó Claude– y hasta permitirle ser, bajo toda circunstancia, lo que era: un gran poeta. Consagró lo mejor de ella misma a la obra de Jorge Enrique. No hay que olvidar que, de cierta manera, sacrificó su carrera de exitosa artista en Suiza. Le dedicó sus días, su trabajo; logrando ayudarle en todas las fases de su creación. Y, lo que es más, traduciéndolo al francés; actividad que, valga la pena decirlo, la ha llevado a convertirse en excelente traductora. Baste examinar su traducción de la Poesía ecuatoriana del siglo XX15 que Jorge Enrique publicó con las Ediciones Patiño de Ginebra.
«Adoum se ha ido –concluyó Claude– pero ha dejado una obra importante: novelas, poemarios y ensayos. Todo un acervo sobre el cual los especialistas internacionales han comenzado ya a interesarse con el fin de realizar los consiguientes análisis críticos. Para mí, Jorge Enrique Adoum fue, en el Ecuador, el digno sucesor de mi amigo y gran poeta Jorge Carrera Andrade.»
En lo que me concierne, me queda el recuerdo de sus generosas y halagadoras palabras en la presentación de nuestro libro: París, revuelta y fiesta. Y me quedan sus cartas16, de entre las cuales guardo especialmente aquellas que tienen el secreto de lo que construyó nuestra amistad: una cierta nostalgia de París.
Quito, a 29 de noviembre, 2007
Querida Rocío:
Me alegra saber que no eran sólo celos de tu ordenador (el hecho de que no me hayas respondido enseguida), y comprendo, talvez mejor que nadie, la sombra de Mayo del 68, el eco, en el espectáculo de estos días. Tú los estás viviendo, y yo viendo desde aquí. ¿Y te agarró París, la que era (¿sigue siendo?) una fiesta? Como la envidia es un pecado muy feo, esta noche (quiero decir de cinco de la mañana a doce del día) no pude dormir sino 45 minutos y me dediqué a recorrer «nuestra» ciudad, a caballo entre el recuerdo y la ilusión. A veces aparecías tú.
París, a 30 de noviembre, 2007
Sí, querido Jorgenrique, he tenido la suerte de vivir esta fiesta (¿Recibí, tal vez, una buena invitación?). La sigo viviendo.
París era una fiesta para ti como lo fue para Hemingway... Me entusiasma imaginarla en esa época, cuando muchos intelectuales declaraban vivir, aquí, «muy pobres pero muy felices». Esta ciudad siempre ha sido capaz de ilusionar y motivar hasta en épocas atroces. Hoy alarga su explosión-implosión en un mundo nuevo virtual-globalizado, hecho de otras ambiciones, hedonismo generalizado, individualismo sicodélico... otras anécdotas. Pero pienso que, igual que ayer, mucho seguirán percibiéndola «cruel y adorable».
«Nuestra ciudad» continúa siendo una fiesta, querido amigo. Sí. Estampada de todos los delirios, los poemas. De toda la facundia, los silencios. De todos los extremos...
Miro a través de la ventana, a esta hora de la madrugada en que te escribo, y diviso su perfil dibujado por luces pálidas, soñeras. Me gustaría enviártelo... Me levanto y salgo al balcón. Un aroma de invierno me envuelve. Mi pie tropieza con unas hojas extraviadas del otoño que acaba. Quieren hablarme de extravío. Les pido que me hablen de reencuentros. Y, al instante, debo confesarte, la ciudad parpadea: ¡seguramente te recuerda! Extendida, chispeante, balanceando su espíritu sibila. Sí. París nos fija con sus ojazos igual que antes y después. Lista a seguir impulsando su enorme fiesta de olas desiguales.
Quito, a 30 de noviembre, 2007
Creo, Rocío querida, que es la primera vez que empleo la palabra«carta» para referirme a un mail, emilio, ismael, ya que, por extensos que sean esos mensajes, para mí están asociados más bien el telegrama. Pero leyendo tus correos he tenido el placer de la literatura. Encuentro en nuestra correspondencia la belleza literaria que puede alcanzar el género epistolar. Te agradezco el placer repetido (porque los he releído) de tus mensajes...
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Notas:
1. De: Yo me fui con tu nombre por la tierra, poema citado en la nota de Gonzalo Ortiz del 3 de julio, 2009.
2. Los restos de Jorgenrique Adoum fueron enterrados junto a los de su amigo Oswaldo Guayasamín, debajo del árbol que ambos llamaron «el árbol de la vida», en la Fundación Guayasamín.
3. «Vasija de barro» es una hermosa canción popular ecuatoriana escrita, en 1950, por Jorge Carrera Andrade, Hugo Alemán, Jaime Valencia y Jorge Enrique Adoum («Yo quiero que a mí me entierren como a mis antepasados en el vientre oscuro y fresco de una vasija de barro...»).
4. Jorge Enrique Adoum, De cerca y de memoria, Ed. Archipiélago, Quito, 2003, p.693.
5. «La Capilla del Hombre» es un museo monumental creado por Oswaldo Guayasamín, en donde se exhiben permanentemente las mayores piezas de su obra. Se inauguró solo en el 2002, tres años y ocho meses después de que su autor desapareciera.
6. Rocío Durán-Barba y Jorgenrique Adoum, París, revuelta y fiesta, Ed. Allpamanda, Quito, 2008.
7. Jorgenrique insistió para que en el libro que publicamos (París, revuelta y fiesta,ob.cit.) constara su nombre caligrafiado de esta manera. Hacia el fin de su vida decidió que ese era su verdadero nombre. Y no sin razón. «Jorge» no era él. «Enrique», tampoco. Él siempre fue «Jorgenrique».
8. Claude Couffon se refiere al libro de Jorge Enrique Adoum De cerca y de memoria, ob.cit.
9. Rocío Durán-Barba, París, sueño eterno, Ed. Esqueletra, Quito, 1997. Traducido al francés por Claude Couffon: Ici ou nulle part, Ed. Indigo, París, 2003.
10. Jorge Enrique Adoum, De cerca y de memoria, ob. cit., p.77 ss.Desgraciadamente, en las memorias de Pablo Neruda, Confieso que he vivido, no hay mención alguna sobre esta larga amistad de treinta años... Habría que dar crédito a lo que el propio Neruda consignó en unos versos: «Alguien preguntará más tarde, alguna vez/ buscando un nombre,/ el suyo o cualquier otro nombre/ por qué desestimé su amistad o su amor (...) Pero no tuve tiempo ni tinta para todos».
11. Rocío Durán-Barba y Claude Couffon: El otro Pablo Neruda, ed. bilingüe:L’autre Pablo Neruda Ed. Baez-Oquendo, Quito, 2004.
12. De cerca y de memoria, ob. cit., p. 104.
13. Ídem.
14. Rocío Durán-Barba, Tengo algo que decir..., Ed. Allpamanda, Quito, 2008.Traducido al francés por Annie Cueva y Estelle Murray: J’ai quelque chose à dire...Ed. Allpamanda, Quito, 2008.
15. Jorge Enrique Adoum, Poésie èquatorienne du XXe siècle, ed. bilingüe: Traducida por Nicole Rouan, Ed. Patiño, Ginebra, 1992.
16. La mayoría de este intercambio por email fue publicado en el libro de Rocío Durán-Barba y Jorgenrique Adoum, París, revuelta y fiesta, ob.cit.
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